Hace dos meses que regresé de la India. Aún tengo restos; todavía no he cerrado. Mis mañanas comienzan con mantras que me sanan y me ayudan a mantener la mente despejada y serena. Mis noches acaban en una relajación llena de imágenes de uno de los viajes más intensos que he hecho.
No puedo destacar un día u otro, ni siquiera un momento u otro porque todos fueron especiales. Cada paso que he dado en la India ha sido distinto. Aún se me saltan las lágrimas cuando pienso en la clase de yoga mirando al Taj Mahal. Un cosquilleo recorre mi espalda cuando me vienen imágenes de la meditación en el Templo Dorado de Amritsar. Una sonrisa inmensa se dibuja en mi cara cuando recuerdo a los monjes tibetanos en el templo del Dalai Lama en Dharamsala. Me crece el corazón cuando siento el Ganges que me moja desde la punta de los pies hasta el último pelo de mi cabeza en Rishikesh. Y me siguen aturdiendo los pitidos y el polvo de Nueva Delhi. ¡Qué afortunada soy, qué suerte tan grande, qué regalo del cielo!.
La India, los indios. Los traslados en tren. El ginger lemon honey. El slum. Andar descalza. Las pullas. Los monos. Las carreteras. Agra. Las vacas. La comida. Los templos. Surinder y el yoga. Sus caras. Las mías.
Mis compañeros de viaje, todos tan valientes, tan dispuestos, tan receptivos y con sus propias historias. Gracias por compartirlas; porque creo que ese primer momento fue mágico y ya no necesitamos de ninguno más para que lo demás fluyera.
Gracias Mónica por hacerlo posible; porque este viaje ha cambiado un poquito de mí. Gracias por esas prácticas de yoga, por ese masaje calentito y por esos abrazos tan bellos. Gracias a ti Enma, por ser tan dulce y cantar esos mantras tan estupendos. Gracias Ramón, por acompañarme. Amor incondicional.

Carmen Sirvent